El gran referente del liberalismo económico
Hablar de Hayek es sinónimo de liberalismo y de uno de los economistas más influyentes de la segunda mitad del siglo XX. Su máximo oponente durante la controversia suscitada por la Gran Depresión de los años treinta no fue otro que el tantas veces aludido Keynes.
Keynes vs. Hayek
Si los premios Nobel de Economía se hubieran establecido unos años antes, el primer laureado habría sido sin duda John Maynard Keynes, el hombre que inspiró la política económica occidental durante varias décadas y al que se enfrentó un brillante economista austríaco. De aquella confrontación Hayek salió prácticamente humillado ante los argumentos esgrimidos por el economista británico para defender su diagnóstico de la crisis y las soluciones que proponía para resolverla.
Las fórmulas de Hayek ofrecían respuestas a largo plazo; saneamiento de la economía, establecimiento de precios por el mercado para orientar la producción, disminución de los salarios reales para combatir el paro, y que la ortodoxia financiera no permitiera que el Estado gastara más de lo que recaudase. Por su parte Keynes argumentaba que para llegar al largo plazo había que pasar por el corto y que la gente no podía esperar tanto, pues a largo plazo todos estaríamos muertos. Con imágenes brillantes contestaba a las propuestas de austeridad. Para tensar una situación se puede tirar de la cuerda y conseguir que el caballo te siga, pero empujando la cuerda lo único que harías sería perder el tiempo.
Es más, aunque consiguieses llevar el caballo a la fuente no puedes obligarle a que beba si no quiere, y que para sacar agua de un pozo primero había que cebar la bomba que tiene que extraerla. O sea, que el Estado tenía que gastar, aunque tuviese que endeudarse para ello, pues de otra forma la gente no tendría con qué comprar y las empresas a quién vender. Mientras Hayek apelaba al mercado y a la mano invisible de Adam Smith, Keynes prefería la mano visible del Estado.
No es extraño que de esta controversia Hayek saliese seriamente tocado, pues, además, mientras Keynes se expresaba elegantemente en su lengua materna, Hayek tenía que traducir su pensamiento desde un alemán mucho más duro y menos elocuente. El olvido de Hayek fue tal, que cuando le concedieron el premio Nobel en 1974, más de uno se preguntó si todavía estaba vivo.
Después de los excesos de los felices años veinte, y de la burbuja especulativa que culminó con el crack bursátil de la Bolsa de Nueva York el Jueves Negro del 24 de octubre de 1929, el desempleo y la recesión condujeron a una enorme crisis y dieron aliento a los sistemas totalitarios. Por una parte, la revolución comunista se consolidaba en la Rusia soviética y por otra se erigían el gobierno nacionalsocialista alemán o abiertamente fascista italiano, prometiendo acabar con el paro, aunque de paso, también con la libertad.
La gente aplaudió a Keynes y los gobiernos occidentales adoptaron sus recomendaciones ante la oleada revolucionaria que veían llegar inexorablemente. Aquel brillante economista austríaco desapareció del escenario político. Pese a todo, en plena segunda guerra mundial, llamó poderosamente la atención la publicación de su libro “Camino de Servidumbre”, que ha sido de los textos más evocados en toda la segunda mitad del siglo XX; pero en aquellos momentos la gente estaba por ganar la guerra y no tenía tiempo para especulaciones filosóficas. Keynes había muerto en 1946 con apenas 63 años, pero sus discípulos tomaron el relevo de sus ideas, prolongando la influencia de sus recetas durante un par de décadas más. Hayek por su parte se retiró a sus cuarteles de invierno y fundó en 1947 la sociedad Mont Pelerin, donde desde Suiza continuó puliendo sus ideas liberales.
La resurrección de un gran economista
La concesión del premio Nobel le insufló una segunda juventud y unos ánimos que le estaban flaqueando cuando se encontraba al borde de la depresión. Su longevidad le permitió contemplar la llegada al poder de sus ideas, acogidas por Margaret Thatcher en Gran Bretaña y por Ronald Reagan en los Estados Unidos. Incluso con cerca de noventa años vio cómo se derrumbaba el muro de Berlín.
Nuevos Nobel de Economía, concedidos a los apestados seguidores de Hayek, vinieron a reemplazar a keynesianos y postkeynesianos, ahora caídos en una desgracia relativa. Es comprensible que los que habían sufrido un largo ostracismo académico, llamasen a estos últimos, en ausencia de su mentor ideológico, y con evidente espíritu de revancha, como “las viudas”.
Hayek murió en 1992 reivindicado y reconociéndole sus contribuciones a la Teoría Económica, pero ello no quita ninguna importancia a las políticas que inspiró Keynes y que posiblemente salvaron a Occidente de caer en regímenes dictatoriales de uno y otro sentido. Lo que propone Hayek es la ortodoxia liberal en condiciones normales, compatible con la heterodoxia keynesiana en situaciones extremas.
Como la felicidad nunca es completa, Hayek tuvo que compartir el Nobel de Economía con Gunnar Myrdal, de forma que el máximo adalid de los liberales, en un guiño, posiblemente intencionado, fue situado por el Comité de Adjudicación del Premio al mismo nivel que un conspicuo socialista sueco.
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