Stigler siempre quiso permanecer en el ámbito investigador y docente. Se cuenta que un día su madre le preguntó qué cargo ocupaba en la Universidad. Él le respondió orgullosamente que el de profesor. Cuando diez años más tarde le volvió a repetir la misma pregunta, su hijo le volvió a dar la misma respuesta, lo que no debió gustarle mucho a la señora Stigler, ya que comentó algo así como: “Hijo creo que no te conviene seguir en una empresa que no te ha promocionado en tantos años”. Sin duda, la Real Academia Sueca de las Ciencias sí reconoció su labor, concediéndole en 1982 el Premio Nobel de Economía.
Las principales áreas a las que dedicó sus trabajos fueron la historia del pensamiento económico, la organización industrial, la teoría de la información y la intervención regulatoria del Estado. De ellas, las más representativas de su legado intelectual fueron las dos últimas.
La Teoría de la Información
A Stigler se le considera el primero que introduce la información como un bien caro y escaso, incorporándola por lo tanto como un elemento más al análisis de la teoría económica.
El conocimiento de las calidades y los precios de los diferentes productos ofrecidos en el mercado requiere la dedicación de tiempo y esfuerzos que los consumidores no siempre quieren o están en condiciones de emplear. La información es costosa y si, además, se refiere a productos sofisticados, el asesoramiento puede ser imprescindible, además de caro.
En este sentido Stigler reivindica el papel de la publicidad cuando ésta proporciona no sólo notoriedad, sino información sobre el producto. Una información que se supone que ha de ser veraz, pues la comprobación por parte del consumidor es inmediata y mentir a los clientes es la forma más segura de suicidarse comercialmente. Todo esto suena hoy como muy evidente, pero no lo era tanto en los años cuarenta cuando Stigler publicó su “Teoría de los precios”.
La desregulación
Stigler fue un miembro representativo de la escuela de Chicago, amigo personal de Milton Friedman, al que le sacaba más de medio metro de estatura, y partidario, como corresponde a este perfil, de la primacía de la empresa privada y la menor intervención posible del Estado. Decía que el Estado es un “Robin de los bosques miope”, que roba a casi todos, distribuye los productos que quedan, después de unos costes enormes de administración, entregándoselos a unos beneficiarios que no siempre eran los más pobres.
Su crítica, con frecuencia mordaz y sarcástica, con evidente ánimo de llamar la atención, señalaba que la regulación terminaba siendo un asunto entre regulados y burócratas, sin que los beneficios llegasen a manos de los que se pretendía proteger. Ponía como ejemplo la subvención acordada a los apicultores para compensarles por la muerte de las abejas debida a la contaminación. A partir de aquel decreto ninguna abeja norteamericana volvió a morir de muerte natural y todas eran víctimas de una polución insoportable.
Afirmaba que los Estados Unidos habían llegado a ser grandes, no porque sus empresarios fuesen mejores que los del resto del mundo, sino por el contexto de libertad en el que se desenvolvían. Estos y parecidos comentarios enfatizaban lo que Stigler quería poner de manifiesto. Es verdad que exageraba su posición, pero lo que pretendía con ello era compensar la excesiva confianza que se reconocía a la intervención del Estado como remedio de todos los males.
Su autobiografía, repleta de frases ingeniosas y escrita desde una posición abiertamente iconoclasta, la tituló “Memorias de un economista libre”, aunque la traducción literal de la versión original debería ser “Memorias de un economista desregulado”. Su lectura es muy recomendable, aunque es difícil encontrar ejemplares en un mercado que ha agotado varias ediciones.
A Stigler se le acusaba de escribir poco, algo que para los académicos es una sentencia de marginación intelectual, a lo que respondía: “Puede que sea así, pero es que mis artículos todos son diferentes”.
Mi deuda intelectual con Stigler me llevó a proponer a mis alumnos de la Universidad de La Laguna, en las islas Canarias, uno de sus manuales como libro de texto, y encima en inglés allá por 1981. Una de esas osadías que hace uno cuando es un joven profesor. Poco después tuve que rectificar y recurrir a los clásicos: Samuelson, Boulding y al español Castañeda. Sin embargo, al año siguiente, mis alumnos reconocieron la oportunidad de mi primera elección, cuando a George Stigler le concedieron el premio Nobel de Economía de 1982.
Para conocer un poco más a fondo sobre cada uno de los galardonados recuerda que puedes consultarlo todo en el libro ‘Una corona de laurel naranja’ o entrando al siguiente blog. José Carlos Gómez Borrero