La guía de regalos del economista15/12/2016 | Tim Harford (Financial Times) – Financial Times Español «Hay multitud de dinero desperdiciado, en esta época del año, por adquirir cosas que nadie quiere, y que nadie apreciará después de que las tienen». Ése fue un comentario de Harriet Beecher Stowe en 1850, recordándonos que las preocupaciones acerca del consumismo navideño no son nuevas. Algo que tampoco es nuevo es el famoso trabajo de investigación de Joel Waldfogel, «The Deadweight Loss of Christmas» (la pérdida de peso muerto de la Navidad), publicado hace 23 años en la respetada revista American Economic Review. El Sr. Waldfogel, actualmente profesor de economía en la Universidad de Minnesota, amplió sus ideas en 2009 en un libro breve e ingenioso titulado «Scroogenomics». Él demostró que los regalos normalmente destruyen el valor, en el sentido de que quien lo regaló tuvo que pagar más para comprar el regalo que quien lo recibe jamás hubiera estado dispuesto a gastar por él. La pérdida de peso muerto — o pérdida irrecuperable de eficiencia — total de la Navidad tan sólo en EEUU fue de 12 mil millones de dólares. Por desgracia, lo que suena como sabiduría en el caso de la Sra. Stowe tiende a ser motivo de burla cuando se publica en una revista académica. Pero el problema que el Sr. Waldfogel cuantifica es bastante real. Si le das a alguien un jersey que no le queda bien, un libro que ya ha leído o una caja de chocolates cuando está a dieta, es un desperdicio de valiosos recursos. Ya se han quemado combustibles fósiles, ya se han trabajado pesadas horas, ya se han derribado árboles, y todo para producir productos que no eran deseados. Los mismos recursos pudieran haberse dedicado, en cambio, a bienes que las personas realmente valoran. Aun así, uno no puede simplemente dejar de lado los regalos navideños; la gente tiene sus expectativas. Tampoco se puede simplemente repartir dinero en efectivo, al menos no a los adultos. Entonces, ¿qué se puede hacer? Yo le pregunté al propio Sr. Waldfogel, y a un sinnúmero de otros científicos sociales, cómo resolvían la tensión entre el hecho de que los regalos navideños representan un vergonzoso derroche y el hecho de que son socialmente obligatorios. No es fácil. Andrew Haldane, el principal economista del Banco de Inglaterra (BOE, por sus siglas en inglés), me comentó: «Comienzo con la mejor de las intenciones; algunos regalos pequeños, baratos pero profundamente significativos que conmoverán el alma de quien los reciba. Luego, en el último minuto, termino comprando montones de cosas que no tienen sentido, a menudo caras y, en gran medida, indeseadas». Es bueno saber que el BOE está al tanto de cómo actúa el resto de nosotros. Dan Ariely, un psicólogo de la Universidad de Duke, pudiera animar al Sr. Haldane para que se autoperdonara. El Sr. Ariely rechaza la premisa básica del Sr. Waldfogel. Los economistas, me dijo, simplemente no entienden. Ellos se dejan seducir por su propia formación para ser egoístas y estrechamente centrados en la eficiencia. Dar regalos, añadió el Sr. Ariely, es «económicamente ineficiente pero socialmente eficiente». Bueno, tal vez. Ciertamente, si te doy un abrigo feo que detestes, todos podemos estar de acuerdo en que esto no es una tragedia porque la intención es lo que cuenta. Pero también podemos estar de acuerdo en que hubiera sido mejor si hubiera elegido un abrigo más bonito. Una estrategia, defendida independientemente por Kimberley Scharf de la Universidad de Warwick y por Francesca Gino de la Escuela de negocios de Harvard, es comprar sólo lo que se ha pedido explícitamente. Esta idea está respaldada por algo de ciencia. La Sra. Gino ha publicado material de investigación (con Frank Flynn de Stanford) de la opinión de la gente acerca de las listas de deseos. «Quienes reciben regalos prefieren recibir los artículos que han pedido, y piensan que quienes cumplen con este ideal son más considerados», comentó la Sra. Gino. «Sin embargo, cuando somos nosotros quienes estamos dando el regalo, no nos damos cuenta de que la gente tiende a preferir recibir lo que nos dijeron que querían». Básicamente, cuando somos nosotros quienes damos el regalo, despreciamos la lista de deseos y nos volvemos creativos, imaginando que somos más inteligentes de lo que realmente somos; cuando somos quienes lo recibimos, simplemente estaríamos encantados de recibir exactamente lo que pedimos. La Sra. Gino busca una lista de deseos cuando le es posible, y puede recordar numerosas ocasiones en las que estaba a punto de comprar un regalo costoso y totalmente inadecuado, sólo para ser salvada por una conversación honesta con el objetivo de su generosidad. Pero ¿qué pasa con el pobre Sr. Waldfogel? Cuando el subtítulo de su libro es «Por qué no debes comprar regalos para las fiestas», él se está poniendo en la posición de tener toda una vida de ostracismo sin regalos. Pero, según aseguró el Sr. Waldfogel, él todavía recibe regalos, a menudo «café, chocolate o coñac … cosas que mis amigos y familiares saben que yo uso». El añadió: «Honestamente, ¿cómo de malo puede resultar cualquiera de estas cosas?» Tal vez sea cierto. Sin embargo, mi mujer no tocaría ninguno de estos tres productos, lo cual sirve de recordatorio de que no existe ningún regalo multiuso. El Sr. Waldfogel argumenta que es posible obtener todavía mejores resultados que los de la lista de deseos. El ideal, dice él, es encontrar un regalo que trascienda lo que una persona podría comprarse. Y su respuesta es el don del permiso. «Si quiero algo que sea un poco extravagante, comparto mi deseo con mi mujer, quien me da permiso para comprarlo». Esto tiene sentido de una manera extraña. La Navidad pasada le compré a mi esposa una costosa pieza del equipo fotográfico, después de cerciorarme cuidadosamente de que había escogido exactamente la cosa correcta. Nosotros tenemos una cuenta bancaria conjunta, así que ¿qué le estaba realmente dando? Ni dinero, ni esfuerzo. Le estaba dando mi bendición. |
The economist’s guide to gift-giving15/12/2016 | Tim Harford (Financial Times) – Financial Times English “There are worlds of money wasted, at this time of year, in getting things that nobody wants, and nobody cares for after they are got.” That was Harriet Beecher Stowe in 1850, reminding us that concerns over Christmas consumerism aren’t new. Also not new is Joel Waldfogel’s notorious research paper, The Deadweight loss of Christmas, published 23 years ago in American Economic Review, a respected journal. Waldfogel, now a professor of economics at the University of Minnesota, expanded on his ideas in 2009 in a brief and witty book, Scroogenomics. He showed that gifts typically destroy value, in the sense that the giver had to pay more to buy the gift than the recipient would ever have been willing to spend on it. The total deadweight loss of Christmas in the US alone was $12bn. Alas, what sounds like wisdom from Stowe tends to be mocked when published in an academic journal. But the problem that Waldfogel quantifies is quite real. If you give someone a jumper that doesn’t fit, a book they’ve already read or a box of chocolates when they’re on a diet, this is a waste of valuable resources. Fossil fuels have been burnt, tedious hours have been worked, trees have been felled, all to produce products that were unwanted. The same resources could have been devoted, instead, to goods that people actually do value. Still, one cannot simply spit “Bah! Humbug!” and have done with Christmas gifts; people have their expectations. Nor can one simply dole out cash — at least, not to grown-ups. So, then, what to do? I asked Waldfogel himself, and several other social scientists, how they resolve the tension between the fact that Christmas gifts are a shameful waste and the fact that they are socially obligatory. It’s not easy. Andrew Haldane, chief economist at the bank of England, tells me: “I start out with the best of intentions — some small, inexpensive but deeply meaningful gifts that will stir the soul of the recipient — and then, at the last minute, end up panic-buying rather thoughtless, often expensive and largely unwanted stuff.” It is good to know that the bank is in touch with how the rest of us act. Dan Ariely, a psychologist at Duke University and author of behavioural economics books including Payoff, might encourage Haldane to forgive himself. Ariely rejects the basic Waldfogel premise. Economists, he told me, just don’t get it. They are seduced by their own training to be selfish and narrowly focused on efficiency. Giving gifts, says Ariely, is “inefficient economically but efficient socially”. Well, perhaps. Certainly, if I give you a bruise-blue cardigan that you detest, we can all agree that this is no tragedy because it’s the thought that counts. But we can also agree that it would have been better if I had chosen a nicer cardigan. One approach, independently advocated by Kimberley Scharf of the University of Warwick and Francesca Gino of Harvard business School, is to buy only what has been explicitly requested. This idea has some science behind it. Gino, the author of Sidetracked, has published research (with Stanford’s Frank Flynn) into how people feel about wishlists. “Gift recipients prefer to receive items they’ve asked for, and they think givers who fulfil this ideal are more thoughtful,” says Gino. “Yet when we’re the one who is doing the giving, we fail to realise that people tend to prefer receiving what they told us they want.” Basically, when we’re the giver, we scorn the wishlist and get creative, imagining that we’re smarter choosers than we really are; when we’re the receiver, we would simply be delighted to receive exactly what we asked for. Gino herself looks for a wishlist whenever possible, and can recall several occasions when she was on the brink of buying an expensive and entirely inappropriate gift, only to be saved by having an honest conversation with the target of her generosity. But what of poor Waldfogel himself? When the subtitle of your book is Why You Shouldn’t Buy Presents for the Holidays, you’re setting yourself up for a lifetime of giftless ostracism. But, says Waldfogel, he does still receive gifts, often “coffee, chocolate, or cognac?…?things I am known, by my friends and family, to use.” He adds: “Honestly, how bad can any of these things turn out to be?” Well, quite. Although my wife wouldn’t touch any of the three items — a reminder that there is no such thing as the all-purpose gift. Waldfogel argues that it’s possible to do even better than the wishlist. The ideal, he says, is to find a gift that transcends what a person would be able to buy for themselves. And his answer is the gift of permission. “If I want something that’s a little extravagant, then I run it past my wife, who gives me permission to buy it.” This does make a strange kind of sense. Last Christmas I bought my wife an expensive piece of camera kit — after carefully quizzing her to make sure I had exactly the right thing. We have a joint bank account, so what was I really giving her? Not money, and not effort. I was giving her my blessing. |
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