Las apps del transporte urbano terminarán con el monopolio de los taxistas, ¡celebrémoslo!23/04/2014 | John Kay – Financial Times Español
Se están manifestando en las calles de Paris. Han logrado una prohibición en Bruselas. Han ido ante la corte en Berlín. A lo largo de Europa los taxistas se han unido contra Uber – una Start-up, respaldada por Google y Goldman Sachs, cuyo servicio de transporte basado en una aplicación móvil está avanzando internacionalmente. La regulación del servicio de taxis despierta pasiones. Mi taxista habitual en Francia me preguntó recientemente: “¿Qué hacen los taxistas londinenses cuando se jubilan?” Él me explicó que sus colegas confían en que la venta de licencias para taxi obtenga los fondos para sus pensiones. En Nueva York, el valor de una licencia de taxi pasa ya de 1 millón de dólares. Londres, sin embargo emite libremente la licencia a quien apruebe “El Saber”, el complicado examen de la geografía londinense que se aplica a los conductores de los clásicos taxis negros. Alguna regulación del servicio de taxis es necesaria. La naturaleza del servicio que proveen hace vulnerables a muchos de sus usuarios. Son los discapacitados, o las mujeres que necesitan a mitad de la noche un transporte seguro a casa, o los turistas extranjeros que no tienen idea de lo que es una tarifa razonable desde el aeropuerto hasta el centro de la ciudad. Hay que tener cuidado en Budapest, donde no hay regulación para los taxis, y en Oslo, donde incluso el taxímetro exprimirá tu tarjeta de crédito. La emisión de licencias de taxi ilustra la apropiación de una regulación, el fenómeno por el cual una regulación a favor del público es secuestrada por los intereses de la industria. Como todo pasajero sabe, los taxistas son volubles, y suelen ser solidarios entre sí; sus clientes, sin embargo, son diversos y difusos. En 1978 una protesta de taxistas colapsó el centro de Dublín. El gobierno irlandés respondió acordando el congelamiento del número de taxis en la ciudad. Durante las siguientes dos décadas la economía irlandesa creció vigorosamente y Dublín se volvió famoso por las colas para tomar el taxi. Incluso hubo una propuesta real para levantar taxi-refugios a lo largo de la ciudad, para que los ciudadanos pudieran resguardarse de la lluvia irlandesa. El caos navideño usual – cuando era imposible encontrar un taxi en hora punta – se convirtió en tema político. Pero el primer ministro Bertie Ahern se mantuvo firme en defensa del status quo. Se dejó que las cortes irlandesas declararan que la restricción del número de taxis era ilegal. Dos años después de esto el número de licencias de taxis en Dublín se triplicó. Mientras la regulación asegure que los vehículos sean seguros y los conductores honestos, es difícil ver cómo el interés público pudiera verse beneficiado por la restricción del número de taxis. La Oficina de Comercio Justo británica (OFT) llegó a esta conclusión en 2003 (aunque no hay tal restricción en Londres, otras autoridades locales sí imponen límites). Pero los lobbies prevalecen; el Comité Parlamentario de Transporte lanzó un ataque al informe de la OFT, y el gobierno decidió no hacer nada. La Comisión Legal reiteró lo dicho por la OFT en 2012, pero al año siguiente modificó su recomendación y sugirió que debería haber la posibilidad de limitar el número en algunos casos, pero no dijo en cuales. En Paris, el número de taxis está férreamente controlado y prácticamente no hay vehículos privados de alquiler. Los taxis son utilizados principalmente por hombres de negocios y los viajes por usuario son menos de un tercio que en Londres o Nueva York. Las clases menos favorecidas económicamente rara vez utilizan los taxis en Francia – en Londres y Nueva York sí los utilizan, y de manera continua – y hay grandes zonas de Paris donde el servicio de taxis de hecho no está disponible. Este elitista resultado es sorprendentemente similar a lo experimentado en otra industria regulada, la aviación civil, donde el servicio estuvo confinado durante muchos años a los viajeros de negocios y los ricos, hasta que la desregulación e Internet hicieron posible e inevitable la aparición de las líneas aéreas de bajo coste. El paralelismo con el desarrollo de Uber es claro. Pero el problema de las pensiones de los taxistas franceses está ahí. El economista estadounidense Gordon Tullock describe “la trampa de la ganancia transicional”: la política de restringir el número es ilógica pero no puede abandonarse sin, a la vez, cargarse los ahorros duramente acumulados por los taxistas. Uno debería tener menos simpatía por los inversionistas; la mayoría de los taxistas neoyorquinos alquilan el vehículo en lugar de ser dueños de la licencia. En Dublín, el gobierno irlandés estableció un fondo para compensar a los taxistas que habían contado con el valor de su licencia como un suplemento de su ingreso al jubilarse, o que recientemente habían obtenido un préstamo para comprar una licencia. Los políticos deberían tener cuidado con las políticas que son fáciles de implementar pero costosas de revertir. |
Taxi apps should be hailed for breaking the cabby cartel04/23/2014 | John Kay – Financial Times English
They are taking to The regulation of taxi services arouses emotions. My local French driver asked recently: “What do London cabbies do when they retire?” He explained that his colleagues rely on the onward sale of taxi licences to fund their pensions. In New York, the value of a taxi medallion now exceeds $1m. London, however, issues licences freely to anyone who passes “The Knowledge”, the demanding test of London’s geography required of drivers of the distinctive black cabs. Some regulation of taxis is necessary. The nature of the service they provide means that many of its users are vulnerable. They are disabled, or women who need a safe trip home late at night, or foreign tourists who have no idea what is a reasonable fare from the airport to the city. Beware Budapest, where taxis are unregulated, and Oslo, where even the metered fare will max out your credit card. Taxi licensing illustrates regulatory capture, the phenomenon by which regulation intended to serve the public is hijacked by industry interests. As every passenger knows, drivers are voluble, and enjoy a certain solidarity; their clients, however, are diffuse and diverse. In 1978 a protest by cab drivers brought central Dublin to a halt. The Irish government responded by agreeing to freeze the number of taxis on the streets of the city. Over the next two decades the Irish economy grew strongly and Dublin became notorious for taxi queues. There was even a serious proposal to erect taxi shelters across the city, so that waiting citizens could shelter from the Irish rain. The regular Christmas chaos – taxis were unavailable at times of peak demand – became a political issue. But Prime Minister Bertie Ahern stood firm in defence of the status quo. It was left to the Irish courts to declare the restrictions on numbers unlawful. Within two years, the number of cab licences in Dublin had increased more than threefold. So long as regulation ensures that vehicles are safe and drivers honest, it is difficult to see how the public interest could ever be served by restrictions on numbers. Britain’s Office of Fair Trading reached this conclusion in 2003 (although there are no such restrictions in London, many other local authorities impose limits). But the lobbyists prevailed; the parliamentary transport committee issued an extraordinary attack on the OFT report, and the government decided to d In Paris, cab numbers are tightly controlled and there are virtually no private hire vehicles. Taxis are mainly used by business people and journeys per head are less than a third of what they are in London or New York. Lower socioeconomic groups rarely use cabs in France – in London and New York they do, extensively – and there are large areas of Paris where a taxi service is in effect unavailable. That elitist outcome is strikingly similar to the experience of another regulated industry, civil aviation, where service was confined for many years to business travellers and the affluent, until deregulation and the internet made the emergence of low-cost airlines first possible and then inevitable. The parallels with the development of Uber are clear. But the problem of the French driver’s pension remains. The American economist Gordon Tullock described “the transitional gains trap”: the policy of restricting numbers is foolish but cannot be abandoned without wiping out the hard-earned savings of drivers. One might have less sympathy for investors; most New York cabbies rent rather than own licences. In Dublin, the Irish government established a hardship fund to help compensate drivers who had been counting on the value of the licence to supplement their retirement income, or had recently taken out a loan to purchase a licence. Politicians should beware of policies that are easy to implement and costly to reverse. |
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