El Tratado Transatlántico de Comercio e Inversiones (TTIP, en inglés, Transatlantic Trade and Investment Partnership) es un acuerdo comercial entre la Unión Europea y Estados Unidos que, desde 2013 y hasta la actualidad, se está negociando con el objetivo de relanzar el “intercambio de bienes, servicios e inversiones» entre ambas partes como el gran antídoto contra la crisis mundial.
Según el mandato negociador que recibió la Comisión Europea, la idea es “aumentar el comercio y la inversión haciendo realidad el potencial sin explotar de un aute?ntico mercado transatlántico que genere nuevas oportunidades económicas de creación de empleo y crecimiento mediante un mejor acceso al mercado y una mayor compatibilidad reglamentaria y marcando una pauta en materia de normas mundiales”.
Tres son los componentes principales del Tratado: el acceso al mercado; las cuestiones reglamentarias y las barreras no arancelarias; y la homologación de normas. “Todo para una apertura efectiva y recíproca de los respectivos mercados”. Es decir, cambiar todo para que nada restrinja el comercio y la inversión.
Lo que se pretende es equiparar las normativas a ambos lados del océano creando la mayor zona de libre comercio del mundo: Estados Unidos y la Unión Europea suman cerca del 60% del PIB mundial, un tercio del comercio internacional y 800 millones de consumidores. Los negociadores estiman que contribuiría a elevar en ambos bloques un 0,5% del PIB en diez años, además de generar dos millones de empleos.
Además, el Tratado pretende crear un tribunal especial para las empresas que estaría por encima del sistema jurídico de cada país, salvaguardando así uno de los objetivos del TTIP: la protección de la inversión extranjera. Ese tribunal especial dirimiría cualquier conflicto entre empresa inversora y Estado, obligándole a pagar multas millonarias que saldrían de las arcas públicas en caso de no cubrir objetivos.
Las enormes diferencias entre ambos bloques y la información reservada que ambas partes manejan, está haciendo que la negociación sea lenta y opaca; primero, por la tremenda brecha entre las idiosincrasias de la vieja Europa y el nuevo mundo. Las normas europeas son más restrictivas en cultivos transgénicos o en el uso de hormonas de crecimiento, los suplementos alimenticios, la aplicación masiva de antibióticos en el ganado, la privacidad de los datos, las explotaciones de hidrocarburos con la técnica del fracking o cuestiones laborales. Y segundo, por las voces divergentes que no han tardado en alzarse, especialmente en la parte europea, denunciando el secretismo, la participación de los grandes lobbies empresariales en las negociaciones y planteando dudas y problemas relacionados con los tres componentes principales del acuerdo: la supresión, parcial o total de aranceles; el cambio de normas (en temas como exigencias de seguridad alimentaria, controles a los vehículos, niveles de experimentación de medicamentos o cuestiones de diseño); o la homologación legislativa.
Entre esas voces divergentes se encuentra el Partido de los Verdes del Parlamento Europeo y la asociación ecologista Greenpeace entre otros muchos: denuncian que si el acuerdo se aprueba, se anularán todas las regulaciones, los derechos laborales, la privacidad y la protección del medio ambiente, además se privatizarán muchos servicios públicos como la sanidad, la educación o el agua. A esta corriente se acaba de unir, en España, la asociación Jueces para la Democracia que alude a las profundas divergencias entre las legislaciones de EEUU y la Unión Europea, lo que generaría pérdida de poder del Parlamento Europeo y la usurpación de las funciones judiciales de cada Estado.
Habrá que estar atentos a cómo evolucionan las negociaciones ya que el Tratado sólo se firmará si ambas partes se ponen de acuerdo en qué sacrificar. En lo que atañe a la UE, y una vez se concluyan las negociaciones, la Comisión Europea lo presentará al Consejo de la Unión, que deberá aprobarlo por mayoría cualificada (55% de los Estados que representen el 65% de la población). Después se someterá a la aprobación del Parlamento europeo y, posteriormente, deberá ser ratificado por los Parlamentos nacionales. No se contempla referéndum ciudadano.
En la última visita de Barack Obama a Europa el pasado mes de abril, él y Angela Merkel defendieron el acuerdo y pidieron celeridad en el proceso. Y lo hicieron ante una protesta que congregó a más de 35.000 personas en la ciudad de Hannover. Y es que Alemania es, en general, el gran motor económico de Europa, y más precisamente, el país que más se opone al TTIP.
Autora: Elvira Calvo (24 de mayo de 2016)