No tenemos que vivir con la maldición de la desigualdad03/03/2014 | Jonathan Ostry – Financial Times Español
De manera general se ve al aumento de la desigualdad como una plaga. Pero los políticos han sido reacios a dar pasos para contrarrestarla, temiendo que esto distorsione los incentivos y paralice la prosperidad y el crecimiento económico. A menudo se dice que el poder político está distribuido de manera más igualitaria que el poder económico, especialmente en las democracias, y que esto crea presión para enfrentarse a la desigualdad. Algunos dicen que es la política de redistribución, más que la desigualdad en sí misma, lo que es antitético para el crecimiento económico. Para la mayoría de los políticos, la redistribución es una mala palabra: un falso remedio que puede ser peor que la enfermedad de la desigualdad en sí misma. Los economistas continúan divididos sobre este tema. Algunos enfatizan que los impuestos y transferencias altas desincentivan el trabajo y la inversión. Pero otros han argumentado que la redistribución no tiene que afectar el crecimiento. Si los impuestos progresivos son utilizados para financiar infraestructuras públicas, o beneficios sanitarios y educativos para los menos favorecidos pueden, de hecho, contribuir al crecimiento económico. Compartir de manera igualitaria la riqueza puede ayudar a producir más riqueza general. Eso, de cualquier manera, es teoría. ¿Pero funciona en la práctica? Esta es la cuestión que mis colegas Andrew Berg, Haris Tsangarides y yo nos planteamos responder en nuestra reciente investigación. Observamos información recién recabada, antes y después de la aplicación de la desigualdad impositiva en una amplia muestra de países en desarrollo y desarrollados. Al comparar el antes y después pudimos distinguir cuánta redistribución se lleva a cabo a través del sistema fiscal de cada país. Obtuvimos dos resultados sorprendentes. Primero, la desigualdad importa, no sólo por sí misma, sino también porque afecta de manera importante al nivel de crecimiento económico. Sociedades desiguales tienen un crecimiento económico más frágil y lento. Sería entonces un error imaginar que podemos enfocarnos en el crecimiento económico y dejar que la desigualdad se haga cargo de sí misma. De manera importante, establecemos que el crecimiento es más rápido en las sociedades más igualitarias que en las menos igualitarias, a pesar de que tengan o no un fuerte sistema redistributivo. El bajo crecimiento observado en sociedades altamente desiguales no parece ser un efecto secundario de la redistribución, como algunos han señalado. Segundo, encontramos poca evidencia que sugiera que un modesto sistema impositivo redistributivo tenga un efecto adverso sobre el crecimiento. Es verdad, hay algunas señales de que un sistema impositivo altamente redistributivo – el 25 por ciento más alto de nuestra muestra – puede dañar el desempeño económico. Pero los niveles de redistribución vistos en el promedio de nuestra amplia muestra de países parecen tener un efecto directo casi nulo sobre el crecimiento. Juntando estas dos observaciones se obtiene una importante conclusión para las políticas. Hacer al sistema impositivo un poco más redistributivo parece tener un pequeño efecto directo en el crecimiento. A la larga, sin embargo, resultará en una distribución del ingreso más equitativa – y eso, a la vez, parece llevar a un alto crecimiento. Tomando en cuenta el efecto directo de la redistribución, y el efecto indirecto que tiene al reducir la desigualdad, encontramos que los promedios de distribución están asociados con un alto y duradero crecimiento. Aun una alta redistribución – llevada a cabo presumiblemente con el fin de aumentar la igualdad – no parece implicar un coste para el crecimiento. Pero no estamos juzgando políticas económicas generales. Tampoco estamos diciendo que los países que deseen ampliar el papel redistributivo de sus políticas deberían olvidar la necesidad de asegurar de que su sistema impositivo no promueva el incremento de incentivos perversos. Esto es particularmente importante cuando la capacidad administrativa y de gobierno es débil. Y siempre se debe tener precaución si se quieren sacar implicaciones políticas de un análisis empírico entre países del tipo del que hemos llevado a cabo. Se debe buscar corroborarlo en otra parte. Pero vemos una importante lección. Si en realidad se tuviera que elegir entre crecimiento y redistribución, como se ha asumido desde hace tiempo, uno hubiera esperado ver evidencia de ello en un estudio como el de nosotros. Nuestra conclusión es que, al contrario, las medidas que usualmente toman los gobiernos para reducir la desigualdad no parecen detener el crecimiento. En algunos medios al aumento de la desigualdad se le enfrenta con una actitud derrotista. Pero parece poco probable que se prescriba la inacción como una política estándar ante la desigualdad. El autor es director del departamento de investigación del FMI. Las opiniones expresadas aquí son del autor y no las del FMI. |
We do not have to live with the scourge of inequality03/03/2014 | Jonathan Ostry – Financial Times English
Rising inequality is widely seen as a plague. But policy makers have been reluctant to take steps to reverse it, fearing that this would distort incentives and stunt prosperity and economic growth. It is often said that political power is more equally distributed than economic power, especially in democracies, and that this creates pressure to tackle inequality. Some say it is the policy of redistribution, rather than inequality itself, that is antithetical to economic growth. For most policy makers, redistribution has a bad name: a false cure that may be worse than the disease of inequality itself. Yet economists are divided on the issue. Some emphasise the disincentives to work and invest that result from high taxes and transfers. But others have argued that redistribution need not be detrimental to growth. If progressive taxation is used to finance public infrastructure, or health and education benefits for the less well-off, it may actually contribute to economic growth. Sharing wealth more equally may actually help produce more wealth overall. That, anyway, is the theory. But does it work in practice? That is a question that my colleagues Andrew Berg, Haris Tsangarides and I have set out to answer in recent research. We looked at recently assembled data on pre- and post-tax inequality in a large cross-section of developing and developed countries. By comparing the two, we could work out how much redistribution takes place through the fiscal system in each country. We have two striking results. First, inequality matters, not only for its own sake, but also because it makes an important difference to the level of economic growth. More unequal societies have slower and more fragile economic growth. It would thus be a mistake to imagine that we can focus on economic growth and let inequality take care of itself. Importantly, we established that growth is faster in more equal societies than in less equal ones, regardless of whether they have highly redistributive tax systems. The lower growth observed in highly unequal societies does not seem to be a side effect of redistribution, as some people have claimed. Second, we found little to suggest that a modestly redistributive tax system has an adverse effect on growth. True, there are some signs that highly redistributive tax systems – the top 25 per cent of our sample – may crimp economic performance. But the levels of redistribution seen on average in the broad cross section of countries we looked at seem to have had negligible direct effects on growth. Put these two observations together and you come to an important conclusion for policy. Making the tax system modestly more redistributive seems to have little direct effect on growth. Over time, however, it will result in a more equal distribution of income – and that, in turn, seems to lead to higher growth. Taking into account the direct effect of redistribution, and the indirect effect that operates through reduced inequality, we find that average levels of redistribution are associated with higher and more durable growth. Even large redistributions – undertaken presumably with the goal of improving equality – do not seem to carry a clear growth cost. We are not passing judgment on broad macroeconomic policies. Nor are we saying that countries wishing to enhance the redistributive role of policy should forget the need to ensure that the tax system does not give rise to perverse incentives. This is particularly important when governance and administrative capacity are weak. And caution is always warranted in drawing policy implications from cross-country empirical analysis of the kind that we have conducted. Corroboration must be sought elsewhere. But we do see an important lesson. If there were a big trade-off between redistribution and growth, as has long been assumed, one would expect to see evidence of it in a study like ours. Our conclusion is rather that the measures that governments have typically taken to reduce inequality do not seem to have stunted growth. In some quarters, rising inequality has been met with a defeatist attitude. Yet inaction in the face of inequality seems unlikely to be warranted as a standard policy prescription. The writer is deputy director of the research department of the IMF. The views expressed here are his own and not those of the IMF. |
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