Joseph Stiglitz

Joseph Stiglitz
Medalla John Bates Clark (1979) y el Premio Nobel de Economía (2001)

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Biografía

Joseph Eugene Stiglitz (Gary, Indiana, 9 de febrero de 1943) es un economista y profesor estadounidense. Ha recibido la Medalla John Bates Clark (1979) y el Premio Nobel de Economía (2001). Es conocido por su visión crítica de la globalización, de los economistas de libre mercado y de algunas de las instituciones internacionales de crédito como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial. En 2000 Stiglitz fundó la Iniciativa para el diálogo político, un centro de estudios (think tank) de desarrollo internacional con base en la Universidad de Columbia (EE. UU.). Considerado generalmente como un economista neokeynesiano, Stiglitz fue durante el año 2008 el economista más citado en el mundo.

LAS INSTITUCIONES Y EL PODER

Joseph Stiglitz recibió el Premio Nobel de Economía en el año 2001, compartido con Spence y Akerlof. En el artículo dedicado a este último señalaba, refiriéndome a los coches de segunda mano, que cuando la oferta supera a la demanda “la respuesta más simple (con información perfecta) es que no hay que preocuparse, ya que el precio descenderá hasta que las cantidades ofrecidas y demandadas coincidan”. A continuación, indicaba también que el valor añadido de dicho premio Nobel había consistido en cambiar dicha percepción de los hechos: “Así se contaban las cosas hasta que llegó Akerlof, quien señaló que la disminución del precio no resolvería el problema si, como era el caso, la información no era perfecta sino que se distribuía de forma asimétrica”. Al final se concluía señalando que el mercado no funciona adecuadamente cuando la información no es perfecta; de ahí la necesidad de contar con instituciones que compensen la falta de información y que, en definitiva, permitan lograr la eficiencia del sistema económico.

El derecho a saber: la importancia de la transparencia

Las instituciones sirven, pues, para que el mercado recupere su eficiencia y en ese sentido lo complementan. Sirven también para otra cosa: para, por decirlo con palabras de Joseph E. Stiglitz, “ayudar al mantenimiento de algunas relaciones de poder”, con independencia de su mayor o menor eficiencia e incluso a costa de ella. Esto es muy importante pues significa dos cosas: primera, que en determinados casos las instituciones no contribuyen a la eficiencia del sistema económico; segunda, que las instituciones se relacionan con un concepto del que no se habla mucho en la Economía convencional: el del poder.

El Premio Nobel Stiglitz, otro de los padres de la Economía de la información, quién, entre otras actividades, ha sido economista jefe y vicepresidente del Banco Mundial y presidente del Consejo de Asesores Económicos de Clinton, ha insistido en el derecho a saber, en la importancia que tiene el que haya transparencia en la vida pública, entre otras razones para que los mercados funcionen eficientemente y, sobre todo, para que desaparezca la opresión y la realidad se parezca lo más posible a esa bella ficción que es el modelo de competencia perfecta, en el que, al gobernar la mano invisible, el poder no encuentra acomodo.

Stiglitz señala que el argumento de más peso en favor de la transparencia es que “una participación significativa en el proceso democrático requiere participantes informados. El secretismo reduce la información disponible, limitando notablemente la capacidad de participar de los ciudadanos”. En definitiva, el gran argumento en favor de la transparencia es que, llevando las cosas al límite, sin ella no hay democracia. Además, la transparencia también es necesaria si se pretende que los asuntos económicos se resuelvan adecuadamente: “una mejor y más rápida información lleva a una mejor, más eficiente, asignación de los recursos”. Si las cosas son así, la pregunta que cabe hacerse es ¿por qué se limita la información mucho más de lo debido? La respuesta es que la información imperfecta es la forma más perfecta de mantenerse en el poder, tanto en las instituciones públicas como privadas, porque, entre otras razones, “la falta de información de los outsiders aumenta los costes de transacción y lleva a que sea más costoso para la sociedad el cambio de los equipos directivos”.

Un ejemplo de poder: la política del FMI en la crisis asiática

De todo lo que se acaba de apuntar se deduce que, por decirlo en términos económicos, la oferta de información siempre será menor de la necesaria y de ahí que el economista Stiglitz ceda paso al ciudadano Joseph y señale que “tenemos que luchar por más transparencia de la que los directivos de muchos entes nos desearían dar”. Esto, sin duda, requiere mucho coraje, que es lo que tuvo el ciudadano y economista Joseph Stiglitz al enfrentarse, con la palabra y la pluma como únicas armas, a una institución internacional tan conocida como es el Fondo Monetario Internacional (FMI). Que un economista neoclásico, por muy heterodoxo que sea, se enfrente al FMI no es habitual, pero que lo haga tras haber sido economista jefe del Banco Mundial es prácticamente imposible. Y es que ambas instituciones nacieron a la vez y viven una al lado de la otra: en Murrow Park, a pocos minutos de la Casa Blanca, en el lado derecho de la calle 19 tiene su domicilio el Banco Mundial y justo enfrente reside el Fondo Monetario Internacional, instituciones que, aunque tengan objetivos diferentes, son hijas de la misma madre: la Conferencia de Bretton-Woods.

Pues bien, Joseph Stiglitz ha criticado duramente al FMI por su forma de enfrentarse a la crisis asiática. Esta comienza en Tailandia en julio de 1997, como consecuencia de la liberalización de los mercados de capitales de los países del sudeste asiático, que se realiza a principios de los noventa, como fruto de “la presión internacional, incluyendo la procedente del Departamento del Tesoro de los Estados Unidos”, ya que realmente dichos países no necesitaban ahorro externo, al tener tasas de ahorro muy elevadas, situadas en torno al 30 por ciento. Con la liberalización llegaron ingentes cantidades de inversión a corto plazo que ocasionaron, a su vez, un insostenible boom inmobiliario. Las burbujas inmobiliarias terminan por estallar y los capitales huyeron, generando la crisis. Ante ella, el FMI empleó la vieja receta que había sido útil y oportuna en la crisis de Latinoamérica en los ochenta: equilibrio fiscal y políticas monetarias restrictivas, que eran totalmente inoportunas para los países del sudeste asiático que, contrariamente a lo que había pasado en Latinoamérica en los ochenta, tenían superávit presupuestario y políticas monetarias nada expansivas. La crisis se extendió desde Tailandia a los demás países de la zona y el FMI les recetó la misma medicina, con lo que el problema se extendió como el cólera, ya que, a juicio de Stiglitz y contrariamente al diagnóstico del FMI, “el problema no estaba en un gobierno imprudente (como en América Latina) sino en un imprudente sector privado: los prestamistas y los prestatarios que apostaron en el juego de la burbuja inmobiliaria”. Stiglitz mostró sus preocupaciones a un viejo amigo del MIT, que había trabajado en el Banco Mundial y que estaba en el FMI, Stanley Fischer (muy conocido por los estudiantes de Economía de muchas universidades del mundo porque es, junto con Dornbusch, autor de un celebrado manual de macroeconomía) y, tras muchas vueltas, se encontró con que “era virtualmente imposible cambiar las mentalidades en el FMI”. Ante la argumentación de Stiglitz de que los altos tipos de interés derivados de dicha política llevarían a la bancarrota y a una cada vez menor confianza en las economías de la zona, la única respuesta que encontró fue que los técnicos del FMI estaban moderando las políticas que marcaban los ministros de finanzas de los países avanzados, en su calidad de directores ejecutivos del FMI. A su vez, algunos de estos le aseguraron que ellos, los políticos, eran los únicos que estaban sufriendo presiones. Al final, “fue imposible saber quiénes eran realmente los que impedían el cambio”, que era de todo punto necesario si se quería evitar la crisis que, al no hacer nada, terminó mostrándose en toda su magnitud en 1998.

No se puede encontrar un retrato más perfecto del poder, que, para serlo, tiene que ser difuso, impredecible y aplastante. Para Stiglitz la causa de estas tan malas políticas es la falta de transparencia: “las malas políticas son sólo el síntoma de un problema real: el secretismo. Las personas inteligentes es muy probable que hagan estupideces cuando se aíslan del consejo y de la crítica externa”; también es posible que las hagan para conservar el poder y defender sus intereses y de ahí que Stiglitz se haga la siguiente pregunta: “¿fomentamos dichas políticas porque creíamos que ayudarían a los países del este de Asia o porque creíamos que beneficiarían a los intereses de los Estados Unidos y los países más avanzados?”. Sea cual sea la respuesta, lo que es claro es que las instituciones, en este caso internacionales, no siempre sirven al mundo y tampoco sirven inevitablemente para aumentar la eficiencia del sistema en su conjunto: a veces sirven simplemente para, repitiendo las palabras de Joseph E. Stiglitz mencionadas al principio, “ayudar al mantenimiento de algunas relaciones de poder”. Aunque no se crea en la visión conspiratoria de la historia, conviene no olvidarlo, especialmente en estos tiempos tan malos para la lírica y para todo lo demás, en los que corremos el peligro de terminar como el Cándido de Voltaire: creyendo que vivimos en el mejor de los mundos posibles.

Cándido Pañeda, Catedrático de la Universidad de Oviedo

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